Virginia Peruchini tenía una carrera brillante, reconocida en el básquet internacional y con un sueño que había perseguido desde los seis años: ser parte de unos Juegos Olímpicos. Estuvo a un paso de lograrlo. Sin embargo, cuando estaba por alcanzar el punto máximo de su trayectoria, tomó una decisión que sorprendió al ambiente deportivo: renunció a Tokio 2020, volvió a la Argentina, frenó su vida y eligió empezar otra completamente distinta.
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Hoy, con sus 39 años, recorre el mundo en una casa rodante y desarrolló Sincrológica, un sistema de bienestar que busca ayudar a las personas a interpretar sus procesos y tomar decisiones más autónomas.

Una vida marcada por el deporte desde la infancia
Nació en San Cristóbal, una localidad de 15 mil habitantes ubicada a 172 kilómetros de Santa Fe capital. Allí, Virginia siempre sintió que venir del Interior implicaba un esfuerzo extra.
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A los cinco años comenzó gimnasia deportiva. Miraba por televisión los programas olímpicos, dibujaba los aros y soñaba con estar ahí algún día. Más adelante llegó el atletismo, donde fue subcampeona argentina en 100 metros con vallas. A eso se sumaban la escuela, las mejores notas y las actividades extracurriculares. Todo era disciplina, exigencia y objetivos.
Cuando el atletismo llegó a un techo, apareció el básquet. Con solo dos años de entrenamiento ya era campeona argentina con la selección de Santa Fe.
Del juego al arbitraje: la puerta inesperada
Al mudarse a la capital provincial para estudiar en el profesorado de educación física, el básquet femenino casi no existía. Su vida transcurría consistía en dar clases en gimnasios, entrenar y trabajar. Hasta que una tarde, mirando un partido de hombres, un árbitro le preguntó: “¿Nunca pensaste en arbitrar?”.
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Ella, que de jugadora se peleaba con los jueces, lo tomó como una broma. Pero también como una oportunidad laboral. Sin dinero, sin pedirle nada más a sus padres, y con la convicción de que debía sostenerse sola, empezó el curso.
Fue el comienzo de algo inmenso. A los 22 ya era la única mujer arbitrando en la zona. En el país se hablaba de “una chica del Interior que arbitraba bien”. Ella, sin dimensionarlo, abrió un camino donde no había mujeres.

Dormir en el auto para perseguir un sueño
Cuando quiso rendir la licencia internacional, la Asociación Argentina de Árbitros le dijo que no podía: no dirigía básquet femenino. “¿Qué tengo que hacer?”, preguntó. “Dirigir en Buenos Aires”, le respondieron.
A los 23 años hizo las valijas. Su papá la escuchó decir: “Yo me voy. No les voy a pedir nada y no quiero que me pidan nada”.
Vivió en Merlo, hizo el CBC en la UBA, dirigió en la Metropolitana, durmió noches en el auto afuera de los clubes, usó la vieja guía T para encontrar canchas. No había GPS, ni dinero, ni estabilidad. Pero siguió avanzando.
Fue la primera mujer de la historia en dirigir un Mundial de hombres, además de finales de la Champions, la Liga Sudamericana y torneos internacionales de primer nivel. Una carrera sin precedentes para una árbitra argentina.

El costo oculto del éxito: dolor físico, agotamiento y soledad
El crecimiento profesional tuvo un precio alto. Migrañas que la dejaban sin ver, dolores físicos que la obligaban a inyectarse vitamina B12 sola, agotamiento extremo. “Yo estaba usando mis capacidades como moneda de cambio para obtener reconocimiento. Eso es una forma de corrupción del alma”, reflexionó.
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Nunca pudo dirigir la primera división en Argentina. Era su gran sueño: ser la primera mujer en hacerlo. “Hasta hoy me emociona. Quedó clavado en el pecho”, detalló.
La crisis que lo cambió todo: varada en Madrid, a un paso de Tokio
En 2020, volvía de dirigir en Letonia cuando le cancelaron una conexión en Alemania. Aun así viajó a Madrid. Tenía más de un 90% de chances de ir a Tokio como árbitra de contingencia, pero la pandemia cerró aeropuertos, fronteras y posibilidades.
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Un colega español le ofreció quedarse en su casa. Ella aceptó, envió un mail a FIBA avisando y siguió entrenando con la mentalidad de siempre: foco, técnica y estudio.
Pero allí, conviviendo con árbitros que se tomaban vacaciones mientras ella seguía entrenando obsesivamente, entendió algo que la atravesó: su nivel de exigencia era desmedido. No estaba disfrutando nada.
Cuando finalmente logró volver a Argentina, lo supo sin dudas: no quería arbitrar más.

El viaje interior antes del viaje en casa rodante
Volvió a San Cristóbal, recuperó la calma, durmió mejor, dejó de sentir dolores. Empezó a estudiar procesos biológicos, emociones, ciclos del cuerpo. Descubrió que muchas lesiones y síntomas, incluida su hernia lumbar, estaban ligados a programas biológicos vinculados a la desvalorización.
“Mi cuerpo había sido el límite que yo no veía”, resumió. Poco después murió su papá, el mismo que le decía que estaba “a un metro de tocar los aros olímpicos”. Ese duelo coincidió con una decisión definitiva: dejar atrás el arbitraje y comenzar una vida alineada con lo que su cuerpo pedía.
De vender todo a vivir en una casa rodante: la transformación de Virginia
El 14 de noviembre de 2023, Virginia tomó una decisión que le cambió la vida para siempre: se mudó a una casa rodante sobre una Fortd Transit modelo 97. Antes de hacerlo, vendió absolutamente todo.
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Organizó una feria, puso un cartel en la puerta de su casa y se desprendió de muebles, vajilla, ropa, zapatos. Todo lo que poseía quedó atrás para dar inicio a una vida nueva, más liviana y más libre.
Probó instalarse en un pequeño campo cerca del pueblo y, de inmediato, comenzaron los comentarios. “La Virginia se volvió loca”, murmuraron algunos vecinos al verla vivir dentro de una camioneta. Los autos pasaban despacio, espiando para ver si realmente estaba ahí adentro y qué hacía.
La paradoja era evidente: de dirigir en la élite mundial a vivir en una Transit armada por ella misma, sin saber cómo funcionaba un panel solar o una caldera a combustible. Cada día se convertía en una clase nueva. Todo era aprendizaje, desafío y descubrimiento. “Tenía que aprenderlo todo desde cero”, recordó.

Antes de lanzarse a la ruta, Virginia hizo algunos viajes breves para probar cómo se sentía en movimiento, volvió a pasar las fiestas con su familia y, recién entonces, arrancó sin rumbo fijo. Publicó en redes una pregunta sencilla: “Si pudieras irte de viaje, ¿a dónde te gustaría ir?” La mayoría respondió “El Durazno”, en Córdoba. Y hacia allí fue. Ese fue el punto de partida.
Desde entonces, recorrió más de 20.000 kilómetros en casi dos años. Bajó hasta Ushuaia, hizo la Ruta 40 completa, volvió por la Ruta 3 hasta Caleta Olivia, cruzó a Chile y recorrió la Carretera Austral entera. Visitó Santa Fe, volvió un tiempo para descansar, y luego retomó la ruta. En julio cruzó a Brasil y ahora avanza hacia el norte, con la idea de llegar a Búzios y continuar por el nordeste.

Sueña con viajar a Colombia, Venezuela, Machu Picchu y otros destinos que se suman a su lista de metas abiertas.
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Su viaje también la llevó a vivir experiencias únicas: estuvo en la nieve, subió montañas y glaciares, caminó parques nacionales completos y presenció el equinocc
io del 21 de diciembre en Ushuaia, donde el día casi no se vuelve noche y la claridad permanece. “Son maravillas que no puedo explicar”, resumió.
Ahora se prepara para el calor de Brasil. No sabe si está completamente lista, sobre todo porque su casa rodante no tiene aire acondicionado, pero no se desespera. “Voy a ver cómo lo resuelvo cuando llegue el problema”, dijo.
Es su filosofía: enfrentar solo los desafíos que existen, no los que aún no aparecieron. Por ahora, simplemente sigue en la ruta, viviendo el presente y avanzando.
Una casa rodante, un perro y un nuevo propósito
Virginia viaja por el mundo junto a Lola, su perra. Se mueve siguiendo los ciclos del sol: duerme cuando anochece, se despierta cuando amanece, escucha su cuerpo, respeta los ritmos biológicos.
Y creó Sincrológica, una herramienta de acompañamiento personal basada en sincronismos, señales, pensamientos recurrentes y la observación del cuerpo como sistema inteligente. Desde su experiencia como atleta, docente y árbitra de élite, guía a otros a gestionar procesos personales sin quedar atrapados en los resultados.
“No se trata de vivir en la felicidad. La felicidad es un extremo, como la tristeza. La verdadera paz es poder manejar lo que aparece sin perder el eje”, explicó.
Una vida sin fecha de regreso
Con su casa rodante como hogar y la ruta como escuela, Virginia contó que hoy vive “adentro suyo”. Se ríe, admite que a veces se pelea consigo misma, pero sabe que eligió el camino correcto.
Eligió bajarse del podio, de la exigencia y de la presión. Eligió vivir. Y en ese acto, quizás, encontró su verdadero Juego Olímpico: el de aprender a estar en paz.


