“La puta que vale la pena estar vivo”, grita José, el personaje de Héctor Alterio, en la escena famosa de Caballos Salvajes. Ni cerca la mejor película de la que formó parte, pero desde su estreno, en 1995, hace 30 años, la frase que quedó como una de las más recordadas del cine argentino reciente. La que aparece en todos los clips compilatorios y la que terminó por identificarlo, como si hablara de su propia vida. Desde la seriedad o la humorada, el semblante duro o la sonrisa, las dos caras de la interpretación actoral de las que se reía, y hacía reír, en mesas de amigos, en España, su segunda y definitiva casa.
Alterio tenía un gran sentido del humor, un rasgo de su inteligencia, acaso menos conocido por el gran público. El otro, su autoconciencia, su profunda modestia de trabajador de la escena, con la que se ganó el pan durante su larga y plena vida, disfrutando del oficio hasta el final.
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Pero en el cine, fue sin duda su papel de Roberto Ibañez, el siniestro hombre de negocios enriquecido con la dictadura, marido de Alicia (Norma Aleandro), el que le ganó de inmediato un lugar en la historia del cine con mayúsculas, si no lo tenía ya para entonces. La historia oficial, el film de Luis Puenzo ganador del Óscar, que este año cumplió 40, le regaló un personaje terrible, escrito por Aída Bortnik junto a Puenzo, que Alterio hizo estallar por los aires. No precisó más que el cuerpo, la mirada, el movimiento, para convertir sus escenas, en esa película fundacional, en una película de terror. Con ese trabajo, Alterio le puso cara al horror del Terrorismo de Estado en la Argentina de la represión. Su performance fue la expresión de ese tiempo de miedo y violencia. En unos segundos, un gesto, puso los pelos de punta al mundo entero. Nada menos.

Para ese momento su presencia ya hacía rato que era central en el cine argentino, sumándole valor a películas grandes y populares, de La Tregua a La Patagonia rebelde. Camila, Cenizas del paraíso, Caballos Salvajes, Tiro al aire, Los siete locos, Kamikaze, Fermín, Plata Quemada, Kamchatka, entre muchas otras en las que participó, con roles más centrales o secundarios, acá y allá (Cría Cuervos, Pascual Duarte, El crimen de Cuenca).
Claro que en La Tregua, de Sergio Renán, sobre Mario Benedetti, hay que detenerse. Es la película que presentó en San Sebastián en 1974, ignorando que ese viaje promocional sería un quiebre: amenazado por la Triple A, debió quedarse en España. Una España que se asomaba a la transición, al fin de las cuatro décadas de dictadura de Franco. Su mujer y sus dos hijos pequeños, hoy los actores consagrados Ernesto y Malena, se le unieron pronto. Alterio los vio crecer como al país que lo había acogido, uno muy distinto entonces del que acaba de dejar.
Claro que repasar su trayectoria obliga también a detenerse en El hijo de la novia, de Campanella, otro papel consagratorio, de un Alterio maduro, que dio la vuelta y conmovió al mundo.
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Desde su vida en España, de la que ya no volvió, se mantuvo siempre presente en la Argentina a través de su trabajo, como sabe todo el mundo. Su filmografía es vasta y diversa; a Alterio le gustaba trabajar: “Es lo único que puedo hacer y que sé hacer”, dijo en una de las entrevistas que concedió por Una pequeña historia, su última gira sobre los escenarios, a los 94. Dirigido por su compañera de vida, Ángela. Diciendo poesía y tango. Despidiéndose frente al público, a la manera del artista. De la Argentina y de esa vida que había valido la pena.



